Pero el conde no estaba loco. Tenía treinta y seis años y ningún motivo para estar en el mundo, pero no estaba loco. Procedía de un mundo sin ilusiones, en el que el privilegio de una libertad absoluta se pagaba, habitualmente, con el presentimiento de un castigo que lo cogería por sorpresa, un día u otro. El único oficio para el que le habían preparado, hasta unas habilidades casi místicas, era el de anticipar el inevitable apocalipsis en una liturgia infinita de refinados gestos vacíos, y desolados. La llamaban lujo. No tenía hijos, no los deseaba, y detestaba a los de los demás, considerándolos cómicamente inútiles, tan carentes de futuro como parecían estar. Le gustaban las mujeres, y quizá se casaría con una, para no complicar las cosas. Pero amaba a sus perros, y a nadie más. Un día el azar le había hecho darse de bruces con un absurdo garaje, perdido en el campo. Todo lo que, más tarde, había encontrado allí había sido como un viaje al reverso del mundo, donde las cosas todavía tenían una razón y las palabras todavía señalaban las cosas: cada día una fuerza desconocida separaba allí lo verdadero de lo falso, como el grano de la paja. No había deducido nada de todo aquello, ni había pensado, ni siquiera por un instante, que había que interpretarlo como una lección que tuviera que aprender. Para él, todo aquello era algo ya perdido, y nada cambiaría el curso de los acontecimientos. Pero, de vez en cuando, coger aquella carretera en el campo se había convertido en su anestésico personal contra la pena de la insensatez general. Y así había elegido los gestos apropiados con que deslizarse cada vez más en las costumbres de ese mundo, llegando a hacerse aceptar como una especie de polizón un poco extraño y digno de piedad. No se le pasaba por la cabeza hacerles daño, pero tampoco era lo bastante honesto consigo mismo como para comprender que hacerles daño sería inevitable. Tan sólo quería estar allí. Y, para hacerlo, nada sería demasiado insensato o alocado. Imaginémonos regalar una motocicleta.
[Fragmento de Esta historia, de Alessandro Baricco.]
Qué placer, reencontrarte con la última historia de alguno de tus escritores favoritos, y comprobar que, contra todos tus temores, no han perdido facultades.
Hacía tiempo que no subrayaba tantos fragmentos en una novela. Cuando termine, dejaré algunos de ellos por aquí (aunque no sé si eso suena a promesa o a amenaza...)
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