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30 mayo 2011

Puños

Es curioso constatar que las estadísticas sólo ahondan en una sola vía, la culpación del sujeto que no lee, que supuestamente no lee lo que hay que leer, según las autoridades, la mayoría de ellas iletradas. Un sujeto no lector al que, para más inri, se medicaliza por estar en posesión de las mayores perversidades existentes. Las cifras de los no lectores pretenden convencernos de una necesidad individual y social, como es la afición a la lectura, pero lo único que consiguen es provocar estupor. En parte, porque si eler es un acto lilbre, personal e intransferible, nada tan opuesto a dicho acto como el discurso autoritario, a veces teñido de demagógica persuasión, como es el discurso del poder institucional - de cualquier naturaleza - en relación con la cultura.
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El 60% de la población adulta no lee un libro nunca. ¿Y? ¿Qué sucede en una sociedad en la que el 60% de la población no lee un libro? ¿Sucede algo peligroso para la supervivencia y salud de la especie? Nadie que se sepa, y de forma individual, se ha responsabilizado jamás de que sus actos criminales se deban a no haber leído, o sí, un libro de Corín Tellado o de Javier Marías.
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Que el 60% de la sociedad no lea es un hecho que no le quita el sueño a ningún ministro de Eduación, ni que éste lo tome como un signo de su fracaso tras su paso por dicho ministerio. Porque, ¿qué ha hecho un ministro de Educación que, tras serlo durante cuatro años, no ha conseguido rebajar las estadísticas de los no lectores de la sociedad?
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La mayoría de los lectores, pésimos lectores, reducen el acto lector a un conjunto de posibles efectos orgánicos, didácticos, morales, políticos o psicológicos. Si me lo he pasado bien, es una buena novela. Si me ha hecho revivir una época, se trata de una maravillosa narración. Si las ideas del libro coinciden con las mías, como hace de forma inevitable e infantil el crítico Félix Romeo, entonces, el libro y el autor me gustan y son formidables, si no, no.
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Estoy convencido de que mis amigos lectores, que devoran best sellers de todo tipo, son incapaces de leer a Turguéniev, Chéjov, Borges, Dickinson, Shakespeare, Cervantes, Austen, Proust, Mann o Faulkner. Y ya no digamos a Espronceda, Larra, Valle Inclán y, por romper la linealidad ideológica del discurso, a Agustín de Foxá. ¿Por qué? Porque el modo de leer de mis amigos "bestsellerianos" es distinto al modo literario de leer. Siempre que los oigo justificar la bondad de los libros que leen jamás hacen referencia a que sus autores escriben bien. Y cuando lo dicen y les pregunto qué quieren decir por tal expresión, es, entonces, cuando remolonean y se excusan con cualquier frase hecha. No tienen aproximada idea de lo que significa escribir bien.
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El sistema social y cultura, representado por ciertos críticos que legitiman qué es la literatura y qué lo literario en los medios de comunicación, tendría que ser más valiente, o más honrado, y denunciar la mercantilización de la literatura que conlleva un modo de leer establecido de forma férrea por el mercado en connivencia con ciertas editoriales y con ciertos autores, algunos de postín, a los que se les presenta emparentados con la estirpe de Cervantes. No es la política editorial la encargada de elevar ese nivel formativo literario del lector, por ejemplo, publicando obras que sólo leen cuatro. Porque eso ya se está haciendo. Acaba de reeditarse, por ejemplo, La muerte de Virgilio, de Hermann Broch (Alianza), que releerán dos personas, el que ha vigilado las erratas y su traductor. La culpa no es de los editores, ni de los escritores. La culpa es del sistema educativo que no forma a nuestros lectores en una competencia lectora que facilita el acceso, sin sufrir embolias mentales, a cualquier tipo de otra, de hoy, de ayer y de siempre.
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La crítica literaria debería ser exponente de un modo de leer distinto. Y tampoco lo es. Inmersa en una inconsciencia, analizable siguiendo su pésima plasmación lingüística, es difícil que se decida a poner los puntos sobre las íes y reconozca públicamente que lo literario es hoy día un terreno vedado a muchas obras que ella presenta como tales. Mientras tanto, hasta bien podríamos pasar sin crítica literaria. No notaríamos su ausencia. ¿O quizás sí? Seguro, pero para bien.

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Así termina el artículo "Por un modo de leer literario si es posible" de Víctor Moreno (escritor y maestro) en el número 238 de la revista CLIJ. Hacía tiempo que había dejado de leerla, pero en vistas de un nuevo "subidón" en mis ganas de acercarme a publicaciones y estudios sobre LIJ y lectura en general, me llevé a casa en préstamo un par de números relativamente recientes de esta publicación. Éste fue el primer artículo con el que me topé. Polémico, como poco... Habrá quien piense que dice verdades como puños, y quien piense que usa los puños para defender algunos argumentos bastante discutibles. Acérquense a su biblioteca más cercana para leer el artículo entero y ver de qué lado están ustedes.

(Y por cierto, que no es la primera polémica del autor que citamos por aquí, y esperemos que tampoco sea la última. ¡Despierten, neuronas!)

23 abril 2009

Salinas y los libros (III)

Yo te aseguro que cada vez que veo en el New York Times esos anuncios enormes del libro, con las opiniones encomiásticas de gentes de inteligencia, me echo las manos a la cabeza y compadezco al pobre público americano, al que se quiere hacer pasar por obra de primera una cosa así. Esta perturbación de los valores, tan corriente en el periodismo literario, puede ser muy peligrosa para la formación espiritual del americano. Del mismo modo que existe una Consumers Union, para llamar la atención del público sobre las falsedades y exageraciones de los anuncios sobre artículos mercantiles, debía haber otra para los productos del espíritu. Lo grave es que es mucho más difícil demostrar que un libro es malo que probar que la crema X de Elizabeth Arden no es mejor que la del 5 and 10's. Desde el momento que el libro se ha convertido en un artículo comercial, el éxito de una obra cae ya por completo fuera de toda relación con su valor. Y los pobres guinea-pigs del público leen como rebaños. ¿Viste hace un mes o dos los divertidísimos artículos en Profiles, del New Yorker, sobre los editores Simons and Schuster? Leyéndolos tenía yo la sensación de historiador, no de lector contemporáneo. Me parecía estar en una biblioteca, en el siglo XXI (¡qué esperanza!), leyendo documentos sobre la vida literaria hacia 1940. Y este artículo era precioso como prueba de lo absurdo de esa época. Y siguiendo con mi fantasía yo llamaba a este perído "La época del best seller", compendiando en esa frase todo el enorme disparate de nuestros días.

[El último de los fragmentos de las Cartas a Katherine Whitmore, de Pedro Salinas (ed. Tusquets), que quería compartir con ustedes. Si Pedro levantara hoy la cabeza...]

29 mayo 2007

Más sobre best sellers

Sigue el debate sobre los best sellers en El País. Parece que Mañas ha destapado la caja de Pandora. El domingo leíamos a Julia Navarro (aquí el artículo completo), que entre otras cosas decía lo siguiente:

"El por qué algunos libros se convierten en éxitos de ventas y otros no es casi un misterio, que no he logrado que me desvelen ni siquiera los muchos libreros que he conocido en estos últimos años. La mayoría coincide en que la mejor y más exhaustiva campaña de marketing puede ayudar a vender unos cuantos miles de libros, pero no a convertirlos en éxitos de ventas. Es el boca a boca lo que funciona, son los lectores los que tienen la última palabra más allá de las recomendaciones de los críticos o de la publicidad. Ésa es la magia de los libros, el factor inesperado que hace que unos lleguen al corazón de los lectores y otros no.

Ya les gustaría a los editores, y no digamos a los escritores, lo confiesen o no, conocer la fórmula mágica que convirtiera en éxito de ventas cuanto escriben. Pero esa fórmula no existe. Ni todos los libros que se venden mucho carecen de calidad literaria ni los que apenas llegan a poco más que unos cientos de lectores son extraordinarios."

Y ayer lunes, El Roto nos dejaba su opinión gráfica sobre el tema...

16 mayo 2007

¿Y no hay más opciones?

"Bestsellerizarse" o morir

Hace apenas velnte años, una familia de clase media leía a Var­gas Llosa, a García Márquez, a Günter Grass, a Max Frisch, a Heinrich Boll y, a lo mejor, si querían darse aires de culture­tas, hasta se atrevían con Ja­mes Joyce o con Robert Musil. Hoy, la misma familia lee a Dan Brown, a Dan Brown, a Dan Brown, a Dan Brown y, a lo mejor, si se pasan por el VIPS de la esquina, a alguno de los tropecientos primos hermanos que le siguen saliendo a Dan Brown. No hay más que remitir­se a las listas de ventas.

Un fenómeno semejante se presta a diversas interpretaciones. De entrada, tenemos a los catastrofistas que, fieles a su per­sonaje, se echarán las manos a la cabeza. Nos dirán que el ni­vel cultural no deja de bajar. Que si la LOGSE, que si los SMS, que si el apocalipsis. Los oigo y me viene a la mente el texto de cierto respetable profe­sor de la Primera República que ya en el siglo XIX se quejaba de la decadencia de la educación española y se preocupaba muy seriamente porque el nivel inte­lectual de las nuevas generacio­nes bajaba a marchas forzadas (qué pensaría si echara un vista­zo a los discursos de nuestros políticos). Es una cantinela muy vieja. Como decía un escritor egipcio del siglo veintiocho an­tes de Cristo: “Oh, Amón, ¿qué sentido tiene escribir, si ya está todo dicho?".

Los que no tengan tantas an­teojeras, por su parte, observa­rán que rara vez ha habido un momento de eclosión cultural e informativa tan importante, y que si bien la literatura no pare­ce en alza, hay otros territorios - en especial informáticos - ­que están atrapando en sus bri­llantes redes a buena parte de las neuronas. Mi humilde opi­nión es que la inteligencia me­dia de la humanidad en cada estadio se mantiene más o menos al mismo nivel - y, si acaso, globalmente se incrementa -, sólo que en función de las épo­cas se va concentrando en tal o cual dominio que resulta coyunturalmente más atractivo. En definitiva, que salvo las puntuales travesías por el desierto (y no me parece que sea el caso), lo que se pierde por un lado se gana por el otro.

Eso no quita que el declive de la cultura literaria parece in­cuestionable. ¿Los responsables más directos? Por una parte, la dura competencia que le hacen al libro las nuevas tecnologías en lo que a ocio se refiere (yo mismo, de haber nacido veinte años después, habría pasado más horas con la X-Box y me­nos con Edgar Rice Burroughs). Por otra, la propia industria edi­torial. No es que me parezcan exigibles las tiradas de 100.000 ejemplares de Musil o de Joyce: me aburren soberanamente. Pe­ro las de tres millones de Dan Brown tampoco parecen im­prescindibles más allá de una lógica exclusivamente mercan­til. Sin desprecio por la pecu­nia, creo que el ciudadano con­sume en buena medida la cultu­ra que le dan, y que se le puede educar y de hecho se le educa desde los escaparates. Por po­ner un ejemplo televisivo: cuan­do no había programas del cora­zón, l@s maruj@s catódicos encontraban lo que les gustaba dentro de lo que se les ofrecía y no despreciaban, llegado el ca­so, los debates culturales de La clave. Bien es cierto que una vez que una cadena empieza a ganar dinero con pornografía, las otras acaban obligadas a se­guir el modelo. Pero de ponerse de acuerdo unos cuantos pica­tostes, se podrían arreglar bas­tante las cosas.

¿Significa ello que la literatu­ra se está extinguiendo? Sólo si se deletrea con mayúsculas. Por­que, pese al declive de la cultura escrita, resulta que en el mundo se editan y se venden más libros que nunca, y también es mayor que nunca el número de escrito­res que se pueden dedicar profe­sionalmente a ello. Eso tendría que ser un motivo para la ale­gría. Pero lo cierto, repito, es que el número no implica diver­sidad y que lo que se está pro­duciendo es una progresiva bestsellerización del sector. Ello se constata doblemente. Por una parte, las propias editoria­les, si uno se fija, están empezan­do a renunciar a sus formatos clásicos, a aquellos diseños que caracterizaban a la casa, para camuflarse en lo posible en ese mercado tan suculento y llama­tivo del best seller. Por otra, los propios escritores se van dando cuenta de que si no se bestselleri­zan mínimamente, añadiendo un punto de comercialidad te­mática y de suspense, se acaban quedando fuera de juego y te­niendo que dedicarse a estudiar oposiciones, cosa bastante tris­te, se lo concedo. Es un fenóme­no que tiene un paralelismo evi­dente con el cine, donde cada vez son más raros los artistas que insisten en su vía de autor, sino que por lo general pasan de dirigir Los duelistas a Gladia­tor, de Sospechosos habituales a Superman, de Memento a Bat­man begins.

Los hechos no pueden ser más claros y las consecuencias tampoco: los lectores deman­dan un tirón narrativo al que para bien o para mal les hemos acostumbrado, y todos los que queramos dedicamos profesio­nalmente a esto tendremos que plegamos antes o después. ¿Las alternativas? Ninguna: o bestse­llerizarse o morir. Cada cual se­gún su conciencia.

[José Ángel Mañas, en El País del pasado viernes 11 de mayo de 2007]

(Reproduzco el artículo aquí al completo ya que solo los suscriptores de El País pueden acceder a la versión completa del mismo por Internet. La imagen está tomada de aquí.)

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Justamente vinimos a encontrarnos con este artículo el mismo día que en el boletín de novedades que por correo electrónico me envía una gran cadena de librerías se anunciaba la última novela traducida al español de John Crowley, titulada La novela perdida de Lord Byron, en los siguientes términos:

"En una tormentosa noche de 1816, Mary Shelley, Percey Shelley y Lord Byron se desafiaron a escribir una historia de miedo. Como resultado, Mary Shelley creó a Frankenstein, mientras que Lord Byron cejó en su empeño y abandonó el relato. Pero ¿y si lo hubiera terminado?. Hoy, siglos más tarde, una joven historiadora encuentra documentos que demuestran que el mítico autor romántico llegó a escribir la novela y que el manuscrito fue salvado de la destrucción y cifrado en un misterioso código por su hija."

En negrita, los indicios de que
a) Crowley ha caído en la tentación de bestsellerizarse
b) La cadena de librerías encargada de hacer el resumen, está intentando "bestsellerizar" a Crowley.
Ojalá la opción correcta sea la b)...

28 agosto 2006

Words, words, words

Cuando Hamlet se paseaba anunciando lo que leía: "Palabras, palabras, palabras", se refería probablemente a alguna protonovela de ésas que le secaron el cerebro a Don Quijote. Pero el género ha progresado mucho desde entonces y sin duda Hamlet repetiría hoy simplemente: "Publicidad, publicidad, publicidad".

(Julián Ríos en "La lata el tambor", artículo publicado en El País el sábado 26 de agosto de 2006).

PS: Os he cambiado el enlace para que podáis leer el texto completo. Una se acostumbra a las suscripciones de prensa de las bibliotecas y se olvida del resto de mortales. Gracias por el aviso.

20 abril 2006

To write or not to write

“Los libros de hoy son best seller o no son más que episodios de vida anterior, demasiado silenciosa y solitaria [...]. No se escribe con la aspiración de avanzar en el conocimiento del mundo, sino con el afán de darse a conocer. El libro triunfa y triunfa el escritor en cuanto estrella intercambiable por una actriz o un futbolista”

(Vicente Verdú en Yo y tú, objetos de lujo --> “Qué leer” número 108)

“Yo no sé quién fue el imbécil que dijo por vez primera aquella cretinada de no irse del mundo sin plantar un hijo, escribir un árbol y tener un libro o viceversa o versavice, pero desde luego le hizo un flaco favor a la literatura”.

(Javier Marías en El oficio de oír llover --> Suplemento “Libros”, de El Periódico, 30/03/2006)

11 marzo 2006

Receta para un "best seller"

Escribe José Antonio Marina en el número de febrero de Qué leer:

"Cuando investigaba sobre inteligencia artificial estaban de moda los llamados programas expertos. Se pedía a un especialista en algo que contara cómo trabajaba y se intentaba que un ordenador hiciera lo mismo. En una ocasión, dicen las crónicas, pidió a un escritor de best sellers que contara su fórmula. "Un best seller - contestó - debe tener un ambiente refinado, sexo, intriga y un toque de religión para darle profundidad". Con estas normas, el ordenador escribió la siguiente novela: "¡Ay, Dios mío! - dijo la duquesa -. Estoy embarazada. ¿Quién será el padre?".