06 octubre 2006

Conjugando el verbo leer (2 de 4)

No fui ninguna lectora precoz. No leí a Tolstoi con 15 años (de hecho, no le hecho ni siquiera con 25, shame on me), y sólo sucumbí a los grandes textos casi por obligación. Estaba en la edad del pavo, qué queréis que os diga. Seguía a mi ritmo y a pesar de tener una hermana que podría haberme llevado en una determinada dirección (como ha hecho estos últimos años con mi madre, regalándole Anna Karenina para su cumpleaños y, lo que es más, consiguiendo que lo leyera), yo seguía mi camino. Y mi camino estaba en el sótano de Els Nou Rals.

Els Nou Rals era LA librería de mi ciudad. A los quince o dieciséis años, Barcelona estaba a años luz. Había que coger un autobús que te dejaba en la Plaza de España, y luego coger el metro hasta el centro, La Rambla era un lugar peligroso para una pipiola como yo (que era bastante miedica, para qué engañarnos), y desconocía de los tesoros que se escondían en Documenta, en Catalonia, o en los grandes templos del libro de la capital. Con Els Nou Rals me sobraba. Y en el sótano estaba la sección de literatura juvenil, y en ella, la colección que marcó mis primeros años de adolescencia: espacio abierto, de anaya. De ahí salió el primer libro del que recuerdo haberme enamorado: Zoa, una misteriosa historia de amor, de Pep Albanell. Una historia romántica y mágica que no me atrevo a releer por miedo a que pierda el encanto de aquellos años. Regalé mi ejemplar a uno de mis primeros amores de verano. Vampiro a mi pesar, El cartero siempre llama mil veces, El ídolo de Aruba, Impostor S.A., Hermanos como amigos, Plaga 999, Como un espejismo... todos son títulos de la misma colección que compré en Els Nou Rals, cada uno por unas 700 ptas. Había todo tipo de historias: románticas, de aventuras, de ciencia ficción, realistas... Me deshice de casi todos ellos el año pasado, regalándolos a los chicos que forman parte del Club de Lectura Juvenil de la biblioteca. Me puse un poco sentimentaloide al explicarles que eran libros que había leído cuando tenía su edad y que quería que siguieran viviendo en otros lectores. No sé si los han leído, supongo que algunos de ellos sí y otros no.

De aquellas primeras lecturas adolescentes guardo todavía algún ejemplar, pero ninguno de aquella colección. Guardo, por ejemplo, Rebeldes, de S.E. Hinton (que me regaló mi hermana A), y La familia animal, de Randall Jarrell, que me lo llegué a comprar con el paso de los años también en inglés, aunque no recuerdo el motivo y no he vuelto a releerlo, pero me alegro de haberlo hecho porque la edición es un pequeño tesoro.

Como la mayoría de los jóvenes, leía mucho menos que en los años anteriores. Personalmente, no creo que sea algo excesivamente preocupante, a no ser que el o la joven muestren una particular aversión por la lectura, lo cual no era mi caso. La verdad es que recuerdo los años de instituto como años de mucho trabajo. No he vuelto a estudiar tanto como entonces, con la excepción de los meses de estudio para las oposiciones. Tras las seis horas de clase, seguían de entre cuatro a seis horas para hacer todas las tareas, cumplir con las lecturas obligatorias y estudiar para controles y exámenes. Cuando tenía algo de tiempo libre en lo último que pensaba era en coger un libro y leer. ¿Realmente es eso tan raro? Desconocía la existencia de los prehistóricos videojuegos, así que o veía la televisión (por aquel entonces empecé a engancharme a las teleseries americanas: Roseanne, Loco por ti, Parker Lewis nunca pierde) o salía con amigos, del instituto y del grupo de teatro amateur en el que participaba.

Pero leía, claro que leía. Para algo estaban las asignaturas de literatura castellana y catalana del instituto. Como con los ejercicios y el resto de las tareas, siempre leía lo que nos mandaban. Pasé por el instituto siendo tan modélica estudiante como en el colegio (creo que hice “novillos” una sola vez, y encima me pillaron porque fue con otros diez o doce compañeros de clase, así que se me quitaron las ganas de volver a intentarlo), así que jamás se me ocurrió no leer lo que decían que debía leer. Llegué a odiar algunas de las lecturas que hice en aquellos años, pero también hubo otras que sigo contando entre mis lecturas favoritas. Odié Tuareg, de Alberto Vázquez-Figueroa, al que no he vuelto a dar otra oportunidad; todavía me estremezco cuando paso por delante de la estantería llena de sus libros en la biblioteca. Odié El Quijote, pero por cansino, por lo largo que se hizo, y por el sistema de controlar que lo habíamos leído que utilizaba la profesora. Cada semana teníamos que leer una serie de capítulos, y nos hacían una prueba sobre los mismos. Hacía la lectura el día antes del control, porque si no me resultaba imposible recordar qué personaje hacía qué cosas y cómo se resolvían los conflictos. Tumbada en el sofá del comedor, se me cerraban los ojos irremediablemente, igual que en las clases de historia en las que el profesor apagaba la luz y nos ponía documentales sobre el franquismo los viernes a las dos de la tarde, la última clase antes del fin de semana, y arrastrando el cansancio desde el lunes. Fueron los únicos momentos en los que llegué a cabecear en todo el instituto. Pero también descubrí a Bécquer y, sobre todo, a Salinas, y mi yo “rosa” (no tengo remedio: las historias de amor siempre me han cautivado) tuvo su recompensa. Otras de las lecturas románticas que todavía guardo con cariño fueron el Werther de Goethe y El diablo en el cuerpo, de Raymond Radiguet, que hace tiempo tengo ganas de releer con la seguridad de que éste sí que habrá soportado el paso del tiempo.

La adolescencia fue también el momento de descubrir a mis primeros autores fetiche, aquellos de los que he ido siguiendo la trayectoria y a los que hoy en día todavía leo. Jostein Gaarder y Quim Monzó fueron dos de los primeros. Por alguna razón me regalaron El mundo de Sofía (se habló mucho del libro en su día y supongo que mi padre me lo regaló por eso), que cayó en mis manos en el momento perfecto, ya que filosofía era por aquel entonces mi asignatura preferida por mucho que después escogiera el inglés como carrera. Después he continuado siguiendo a Gaarder, y aunque ninguna de sus novelas posteriores (de las que he leído, ya que alguna tiene que se me ha escapado) ha estado a la altura de aquella primera, ha vuelto a sorprenderme recientemente con El vendedor de cuentos. En cuanto a Monzó, no me explico como llegó a caer en mis manos. Leer a Monzó tenía algo de prohibido, de adulto, sobre todo por los cuentos de El perquè de tot plegat. Supongo que después lo descubriría en “Persones humanes”, un programa de la autonómica catalana con un sentido del humor que sentía muy afín al mío y a raíz de eso leí casi todos sus volúmenes de cuentos. A pesar de haberle perdido un poco el rastro cuando empezó con las recopilaciones de artículos de opinión y los recopilatorios de recopilatorios y remezclas de mezclas de libros anteriores, sigo guardando con cariño el recuerdo de su lectura. Además, fue el primer “autógrafo” de escritor que conseguí. Me topé con él un día andando por la calle, en Barcelona, en una salida con los compañeros de instituto para ver una obra de teatro (“No fotis!” fue lo que dijo cuando le pedí si podía estampar su firma en mi libreta de colegiala).

También fueron los tiempos de compartir lecturas con compañeros y amigos. Mi ejemplar de Historias del Kronen pasó por una docena de manos como mínimo, y lo mismo sucedió con Lo peor de todo, de Ray Loriga. También, por supuesto, intenté el salto de la lectura a la escritura. ¿Qué adolescente no lo intenta? Quedó en poco más que eso, un intento, con un par de premios por Sant Jordi en el instituto y poco más. Tenía un compañero de clase del que me gustaría saber qué ha sido, porque él sí parecía tener madera. Ojalá recordara su nombre y pudiera rastrear si se ha dedicado a la escritura.

El inglés acabó por perfilarse como la opción más sensata. Aun recuerdo a ML, la compañera que optó por biblioteconomía. Había nacido, además, el mismo día del mismo mes del mismo año que yo y en el mismo hospital de Barcelona. Quizá sea ella la que haya acabado dando clases de inglés, quién sabe. Recuerdo el primer libro que leí íntegro en inglés, sin que fuera una lectura adaptada para estudiantes ni una versión reducida: The hound of the Baskervilles, la lectura obligatoria para hacer el examen oral del First Certificate of English aquel año. Si alguien me hubiera dicho entonces la lista de libros que iban a seguirle, no sé si me lo hubiera creído...

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Pienso, Sfer, que con tu ejercicio de memoria estás haciendo un gran servicio a cuantos se interesan por la pedagogía de la lectura. Estás haciendo una magnífica crónica de la formación de una lectora, tan semejante y tan diferente a la de otros lectores, y le estás agregando no sólo veracidad sino encanto. A menudo el lenguaje académico acartona las informaciones sobre la pedagogía de la lectura y suprime, en nombre del lenguaje científico, lo que en la realidad es algo vivo, contradictorio, maniático, obsesivo, zigzagueante... Con tu relato estás confirmando lo que pensamos muchos acerca de los lectores y su trayectoria de modo que voy a seguir leyendo con delicia tus historias. Y ojalá que las pudieran leer asimismo algunos de los (demasiados) especialistas en lectura. Gracias por tu testimonio y felicitaciones de nuevo por tu blog.

Miguel Sanfeliu dijo...

Fenomenal repaso por tu biografía lectora. La sigo con interés.
Un saludo.

saricchiella dijo...

Me encantan tus entradas sobre tu historia como lectora (y me hacen sentir mejor, la verdad, porque yo tampoco he leído a Tolstoi...). Me gustaría mucho decir que mis libros también pasaron por mil manos en el instituto, pero desde que uno de ellos ("El Hobbit") cayó como lectura obligatoria en el instituto, la gente empezó a mirar raro los libros que llevaba a clase ¬¬

Estoy haciendo un Ciclo de Lecturas que tiene que ver (poco, pero algo) con esta sección tuya. No critico libros (porque no sé), pero hago comentarios sobre algunos que, de una forma u otra, fueron importantes para mí como lectora. Quedas invitada, aunque no hacía falta, para pasarte cuando quieras.

Saludos!

Anónimo dijo...

"Odié Tuareg, de Alberto Vázquez-Figueroa, al que no he vuelto a dar otra oportunidad; todavía me estremezco cuando paso por delante de la estantería llena de sus libros en la biblioteca"

yo me estremezco al leer esto cuando pienso que lo hemos elegido para un CL...

sfer dijo...

Acepto la invitación, saricchiella :-)

Sirenita... todos los libros tienen su momento, y está claro que primero de bachillerato no fue el momento para Tuareg. De hecho, la semana pasada presté en la biblioteca un ejemplar de Tuareg también - casualidad - para un club de lectura, y al verlo la usuaria (que no sabía que esa era la próxima lectura, porque la coordinadora del CL sabe guardar esa información a buen recaudo) dejó ir un "¡ah!" de satisfacción.

Espero que me expliquen qué opinan tus tertulianos sobre el libro :-)