Aquí, en efecto, estaba su ruina y su condenación: en los críticos, en los editores, en el público lector, en su mujer. Eran gente que necesitaba libros; y para conseguir su propósito eran capaces de convertir a un ser humano en letra impresa. Se había dejado seducir por la gente menos seductora del mundo: le habían obligado a vender su alma a un precio que era en sí mismo un abuso. “Enemistaré”, pensó “al autor con los lectores, y a tu semilla con la de ellos; tú les magullarás los talones, pero ellos te magullarán la cabeza”. No era extraño que Dios hubiese dejado de amarle, ya que, por propia voluntad, había cambiado las cosas del Señor – la luna, el mar, la amistad, las luchas – por las palabras que las describían.
[En “El joven del clavel”.]
Si no hay obra de arte que contemplar, o que escuchar, no hay público; eso está claro, supongo, incluso para ti, ¿no? En cuanto a la obra de arte, ¿existe un cuadro que no contempla nadie, o un libro que no es leído jamás? No, Eneas, tiene que se contemplado, tiene que ser leído. Y repito: por el mismo acto de ser contemplado, o de ser leído, surge a la existencia ese ser formidable que es el espectador, el cual, suficientemente multiplicado (y necesitamos que se multiplique, como miserables criaturas que somos), se convertirá en público. Por tanto, como ves, estamos a merced de él.
[En “Un cuento consolador”.]
[Ambos en Cuentos de invierno, de Isak Dinesen.]
10 septiembre 2007
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1 comentario:
Siempre sobrecoge la ferocidad de lo necesario, lo que nos "infecta" es también el único antídoto.
Ambos fragmentos incitan a seguir leyéndo y eso haré.
Saludos cordiales.
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