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Señoras, señores, como ustedes saben, después de la fiesta de Sant Jordi el único invento catalán indispensable es el pan con tomate. ¿Lo saben? La fiesta de Sant Jordi es la mejor fiesta del mundo; en consecuencia, es una orgía perpetua: pese a ser un día laborable, nadie trabaja; las calles de todos los pueblos y ciudades de Cataluña se llenan de puestos de rosas y de libros; todo el mundo regala un libro y todas las mujeres, además del libro, reciben una rosa; los libreros dejan de perder dinero por unas horas; los escritores somos reinas por un día. Si uno le cuenta todo esto a cualquier forastero culto, la reacción es de incredulidad; si cualquier forastero culto acude el día de Sant Jordi a Cataluña para comprobar si ese disparate es cierto, entonces a la incredulidad se le añade una envidia enferma: contra lo que creen algunos resabiados, Sant Jordi no es hija del comercio, sino de la civilización, y por eso no hubiera podido crearla ni el mayor genio de la historia, ni puede implantarse por decreto ni ser transplantada a ninguna otra parte. Por lo demás, ese día los periodistas tienen la obligación de coleccionar anécdotas relativas a escritores y lectores, y cualquier periodista vendería su madre a la mafia rusa sin dudarlo a cambio de la anécdota de la jornada. Están de suerte: yo les voy a contar ahora mismo la que, a menos que alguien me desmienta de inmediato -y aunque me desmienta-, considero la mejor anécdota de la historia de Sant Jordi, y la demostración fehaciente de que es la mejor fiesta del mundo. Juzguen ustedes. El hecho le ocurrió a un amigo escritor hace unos años; omito su nombre porque me tengo prohibido hablar bien de mis colegas, no vaya a ser que me hagan sombra. Mi amigo es un escritor con muchos lectores, pero aquel día de Sant Jordi decidió no salir a firmar libros y se encerró en su despacho a escribir como cada mañana. Al mediodía, después de estrujarse en vano el cerebro durante cinco horas sin descanso, deprimido y harto y seguro de que se había equivocado de oficio se fue a comer a un restaurante. Pidió el primer plato, pidió el segundo; cuando iba a pedir el postre, la camarera se le acercó. "Esto sólo pasa en las películas", le dijo. "¿Qué cosa?", preguntó mi amigo. "Dos tipos que acaban de marcharse le han pagado la comida". Perplejo, mi amigo preguntó si los dos tipos habían dejado sus nombres; la camarera dijo que no y preguntó: "¿Usted lo entiende?". Fue entonces cuando mi amigo recordó que era el día de Sant Jordi y entendió: esos dos desconocidos a los que no volvió a ver nunca le habían dicho sin una sola palabra que, aunque estuviera deprimido y harto y creyera que se había equivocado de oficio, ellos querían seguir leyendo libros suyos. "No", le dijo mi amigo a la camarera. Pero volvió a su despacho sin tomar el postre.
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El artículo apareció en el suplemento "La Cataluña que viene", de El País, que apareció el 7 de octubre de 2007. No lo he encontrado en línea, así que no puedo facilitarles el enlace para que lean el artículo completo. Por otra parte, la imagen es de Linhart para el libro Poemes i cançons de les quatre estacions.
La literatura, la poesía, la palabra,
es todo lo que tenemos para sobrevivir