02 marzo 2007

El bibliobús

(Sfer disfruta del pequeño placer del bibliobús Pere IV)

Está bien el bibliobús. Pasa una vez al mes, y sienta sus reales en la plaza de Correos. Sabemos los días del año en que viene. Aparecen escritos en una tarjetita oscura que os introducen en uno de los libros prestados. El 17 de diciembre, entre 4 y 6 de la tarde, sabemos que el gran camión blanco con las siglas de la Diputación acudirá fiel a la cita. Resulta confortante ese dominio sobre el tiempo. Nada malo puede ocurrirnos, puesto que sabemos ya que dentro de un mes el salón de lectura ambulante volverá a plantar una manchita de luz en la plaza. Sí, es mejor aún en invierno, cuando están desiertas las calles del pueblo. Entonces el bibliobús pasa a ser el único foco de animación. Bueno, tampoco es que se congregue una multitud, como en el mercado. Pero distintas figuras familiares convergen hacia la incómoda escalerita que permite acceder al camión. Sabemos que dentro de seis meses nos encontraremos allí a Michèle y a Jacques (“Qué, ¿llega o no llega esa jubilación?”), a Armelle y a Océane (“Oye, le va que ni pintado el nombre a tu hija, ¡tiene los ojos de un azul!”), a otros que conocemos menos pero a quienes saludamos con una sonrisa cómplice: compartir tan sólo ese rito es todo un compadrazgo.

La puerta del camión es extraña. Hay que deslizarse entre dos paredes transparentes de plástico rígido que protegen el interior de las corrientes de aire. Una vez entreabierta y cruzado ese espacio, nos encontramos de inmediato la moqueta, el silencio mullido, el deambuleo aplicado. La chica y la empleada ya mayor a quienes devolvemos los libros demuestran, por su modo de saludarnos, que nos conocen, pero su amabilidad no llega a ser jovial. Debe reinar una discreta reserva. Incluso si algunos días la exigüidad obliga a desplegar tesoros de ingenio deambulatorio para no resbalar hacia la promiscuidad, cada cual es libre en su silencio, en su elección. Los estantes son de lo más variado. Puede uno pedir hasta doce libros, y lo ideal es decidirse por un surtido heterogéneo. ¿Por qué no ese librito de poemas de Jean-Michel Maulpoix, por ejemplo? “El día se demora bajo un cúmulo de hojas y flores de tilo.” Esa frase basta para que ya nos apetezca. El enorme álbum de Christopher Funch La acuarela en el siglo XIX pesará un poco, pero contiene beldades pelirrojas prerrafaelitas, amaneceres de Turner, y además, ¡qué privilegio arrogarse con total impunidad esos tres voluminosos kilos de lujo mate! Una revista de fotos con niños de Boubat, una cassette de cantatas de Bach, un álbum sobre el Tour de Francia: podemos arramblar con todas esas heteróclitas maravillas, ya colmados, decirnos que vamos a elegir otras tantas, al albur de los estantes. Los críos no paran de acuclillarse ante los tebeos, las novelas ilustradas, de maravillarse a veces: “¡Ha dicho la señora que puedo llevarme uno más!”.

Una vez calmada la sed, la elección es más lenta. En el angosto espacio sube un olor a lana tibia, a gabardina mojada. Pero sobre todo del suelo sube una sensación especial: una suerte de ínfimo cabeceo, de balanceo. Habíamos olvidado el equilibrio de los neumáticos, los fundamentos móviles de ese templo familiar. Ese mareo al calor de los libros encarna la provincia en pleno invierno. Próximo paso del bibliobús: jueves 15 de enero, de 10 a 12, plaza de la Iglesia, de 4 a 6, plaza de Correos.

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[En El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida, de Philippe Delerm. Otros placeres librosféricos que tienen su cabida en este libro son leer en la playa, el periódico del desayuno o una novela de Agatha Christie. Pero esos tendrán que descubrirlos ustedes mismos... Sólo tienen que acercarse a su biblioteca (sea ésta móvil o bien anclada al suelo) más cercana.]

2 comentarios:

claurus dijo...

Una idea, para un concurso en la biblioteca.
Lo voy a proponer en la BRMU.

Irisibula dijo...

peko peko!