27 septiembre 2006

Cuidado con ese libro, amigo...

Iba a dar la vuelta para entrar en el comedor, cuando reparé en un libro encuadernado en piel de serpiente que estaba en un rincón del estante de arriba, en el último cuerpo de la estantería. No recordaba haberlo visto y, pese a mi estatura, no pude descifrar el borroso título de su lomo. Entré en el salón y llamé a Tessie, que vino y se encaramó para alcanzármelo.
- ¿Qué es? – pregunté.
- “El Rey Amarillo”.
Me quedé perplejo. ¿Quién lo había puesto allí? ¿Cómo había llegado a mi casa? Hacía mucho tiempo que yo había decidido no abrir jamás el libro ese y no comprarlo por nada del mundo. Incluso por miedo a que la curiosidad pudiera tentarme a abrirlo, apartaba la mirada de él cuando entraba en una librería y lo tenían por casualidad. De haber sentido deseos de leerlo alguna vez, la espantosa tragedia del joven Castaigne – a quien conocía – me habría disuadido de abrir sus páginas infames. Me he negado siempre a escuchar cualquier referencia a ese libro, y desde luego, nadie se ha atrevido a discutir su segunda parte en voz alta, de modo que yo no tenía absolutamente ningún conocimiento de lo que estas páginas podían revelar. Contemplé la encuadernación jaspeada y ponzoñosa como hubiera contemplado una culebra.
- No lo toques, Tessie. Baja de ahí.

(de “El signo amarillo”, de R. W. Chambers)

Me señaló una silla, una mesa, un montón de libros, y salió de la estancia. Al echar mano de los libros, vi que se trataba de volúmenes muy antiguos y mohosos. Entre ellos estaban el viejo tratado sobre las Maravaillas de la Naturaleza de Morryster, el terrible Saducismus Triumphatus de Joseph Glanvil, publicado en 1681; la espantosa Daemonolatreia de Remigius, impresa en 1595 en Lyon, y el peor de todos, el incalificable Necronomicon, del loco Abdul Alhazred, en la excomulgada traducción latina de Olaus Wormius. Era éste un libro que jamás había tenido en mis manos, pero del cual había oído decir cosas monstruosas. Nadie me dirigió la palabra; lo único que turbaba el silencio eran los aullidos del viento en el exterior y el girar de la rueca mientras la vieja seguía con su silencioso hilar. Tanto la estancia como aquella gente y aquellos libros me daban una extraña impresión de morbosidad e inquietud; pero, puesto que se trataba de una antigua tradición de mis antepasados, en virtud de la cual se me había convocado para tan extraña conmemoración, pensé que debía esperarme las cosas más peregrinas. Conque me puse a leer. Interesado por un tema que había encontrado en el Necronomicon, no tardé en darme cuenta que la lectura aquella me encogía el corazón. Se trataba de una leyenda demasiado espantosa para la razón y la conciencia.

(de “El ceremonial”, de H. P. Lovecraft)

La primera vez que leí algo sobre esta cuestión fue en el extraño libro de Von Junzt, aquel extravagante alemán que vivió tan singularmente, y murió en circunstancias tan misteriosas y terribles. Fue una suerte para mí que cayese en mis manos su obra Cultos sin nombre, llamada también el Libro Negro, en su edición original publicada en Düsseldorf en 1839, poco antes de que al autor le sorprendiese su terrible destino. Los bibliógrafos suelen conocer los Cultos sin nombre a través de la edición barata y mal traducida que publicó Bridewell en Londres, en el año 1845, o de la edición cuidadosamente expurgada que puso a la luz la Golden Goblin Press de Nueva York en 1909. Pero el volumen con el que yo me tropecé era uno de los ejemplares alemanes de la edición completa, encuadernada con pesadas cubiertas de piel y cierres de hierro herrumbroso. Dudo mucho que haya más de media docena de estos ejemplares en todo el mundo, hoy en día; primero, porque no se imprimieron muchos, y además, porque cuando corrió la voz de cómo había encontrado la muerte su autor, muchos de los que poseían el libro lo quemaron asustados.

(de “La Piedra Negra”, de Robert E. Howard)

Por último, saqué, temblando, el libro de su receptáculo y contemplé con fascinación los jeroglíficos de la cubierta. Estaba en excelente estado. Las letras curvilíneas del título me mantenían hipnotizado, como si fuera casi capaz de leerlas. En verdad no puedo jurar que no llegué a leerlas efectivamente en un pasajero y terrible acceso de memoria anormal.
No sé el tiempo que pasó antes de atreverme a quitar aquella delgada cubierta de metal. Busqué mil pretextos para demorar o eludir el momento fatal. Me quité la linterna de la boca y la apagué para no gastar pila. Luego, en la más completa oscuridad, hice acopio de ánimo... y abrí el libro. Por último enfoqué la luz sobre la página en que quedó abierto, y traté de antemano de esforzarme por sofocar cualquier exclamación involuntaria.

(de “En la noche de los tiempos”, de H. P. Lovecraft)

La perseverancia acaba siempre por triunfar. En una vieja tiendecita de South Dearborn Street, en unas estanterías arrinconadas, acabé por encontrar lo que andaba buscando. Allí, encajado entre dos ediciones centenarias de Shakespeare, descubrí un gran libro negro con tapas de hierro. En ellas, grabado a mano, se leía el título De Vermis Mysteriis, Misterios del Gusano.
El propietario no supo decirme de dónde procedía el libro aquel. Quizá lo había adquirido hacía un par de años en algún lote de libros de segunda mano. Era evidente que desconocía su naturaleza, ya que me lo vendió por un dólar. Encantado por su inesperada venta, me envolvió el pesado mamotreto, y me despidió con amable satisfacción.

[...]

Mi compañero era sensible también a esta atmósfera expectante. Los largos años de soledad habían agudizado su intuición hasta un extremo inconcebible. No era el frío lo que le hacía temblar en su butaca, ni era la fiebre la que hacía llamear sus ojos con un fulgor de piedras preciosas. Aun antes de abrir aquel libro maldito, sabía que encerraba una maldición. El olor a moho que desprendían sus páginas antiguas traía consigo un vaho que parecía brotar de la tumba. Sus hojas descoloridas estaban carcomidas por los bordes. Su encuadernación de cuero estaba roída por las ratas, acaso por unas ratas cuyo alimento habitual fuera singularmente horrible.
Aquella noche había contado a mi amigo la historia del libro, y lo había desempaquetado en su presencia. Al principio parecía deseoso, ansioso diría yo, por empezar en seguida su traducción. Ahora, en cambio, vacilaba.
Insistía en que no era prudente leerlo. Era un libro de ciencia maligna. ¿Quién sabe qué conocimientos demoníacos se ocultaban entre sus páginas, o qué males podían sobrevenir al intruso que se atreviese a profanar sus secretos? No era conviente saber demasiado. Muchos hombres habían muerto por practicar la ciencia corrompida que contenían estas páginas. Me rogó que abandonara mi investigación, ahora que no lo había leído aún, y que tratase de inspirarme en fuentes más saludables.
Fui un necio.

(de “El vampiro estelar”, de R. Bloch)

[Todos los cuentos se incluyen en la antología de Alianza Editorial de Los Mitos de Cthulhu]

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Un poco curiosa la inclusion del cuento de Chambers, ya que predata a Lovecraft. Claro esta que Lovecraft si fue my influenciado por THE KING IN YELLOW y ese genial concepto del libro que enloquece al que lo lea.

Todos esos cuentos que usted cita son buenos, o por lo menos tienen cierta originalidad. El problema con los "Cthulhu Mythos" es que los cuentos tienden a ser muy repetitivos pero hay unos excelentes contemporaneos de, por ejemplo, Fred Chappell, Richard Lupoff y otros.

Gabriel M

uncnoun dijo...

En esa antología está mi relato de terror favorito, "Las ratas del cementerio" de Henry Kuttner.

sfer dijo...

Lo bueno de esa antología, usuario anónimo, es que incluye algunos cuentos que han sido "precedentes" a los mitos de Lovecraft y su círculo más cercano. El cuento de Chambers, como el Wendigo de Blackwood y un puñado más, se encuentra en ese capítulo. Luego también hay una sección de cuentos "posteriores", pero ahora mismo no recuerdo si aparecen los nombres que mencionas.

uncnoun, "Las ratas del cementerio" es el que he encontrado más escalofriante de todos... Estoy buscando cuentos de terror para una actividad en la biblioteca, y ese es uno de los candidatos.

Anónimo dijo...

Me encanta Lovecraft y compañía: Algernon Blackwood, Robert Bloch, Lord Dunsany, etc. Excelente blog. Saludos desde El Salvador, Claudia Meyer (esposa de Tzaviere de Merliot)

Anónimo dijo...

"Al echar mano de los libros, vi que se trataba de volúmenes muy antiguos y mohosos. "

"El olor a moho que desprendían sus páginas antiguas traía consigo un vaho que parecía brotar de la tumba."


El moho. Ese gran "amigo" de los libros... sobre todo de los que tienen algo pavoroso que ocultar...

La independiente dijo...

Hola otra vez (voy a al revés, no como los cangrejos que caminan de lado, sino como el tiempo, que siempre es una cuenta atrás)

Casualidades (esas extrañas coincidencias que hacen la vida más divertida y más incomprensible):

Trabajé en una biblioteca pública durante cuatro meses debido a un compromiso que, por entonces, teníamos los hombres con el Estado. El único libro que me llevé de recuerdo (no está bien robar en las bibliotecas públicas) fue justo este: Los mitos de Cthulhu. En esta misma edición. Y con el lomo destrozado.

Aún lo conservo, claro.

Zifnab dijo...

Pues tomaré nota. Y cuando vea un libro amarillo saldré corriendo

Soy bastante fan de Lovecraft. Un tipo sereno y tal.

:-D

Se feliz