12 mayo 2006

Peculiaridades

Ya se sabe que entre los escritores abundan los comportamientos extravagantes y las manías a la hora de buscar la mejor manera en que cada uno prefiere escribir sus obras. Comentemos algunas de las más conocidas. Por ejemplo, muchos cuidaban su atuendo a la hora de escribir. Entre ellos, el conde de Buffon, que sólo podía escribir vestido de etiqueta, con puños y chorreras de encaje y espada al cinto; Alejandro Dumas, padre que, cuando escribía, vestía una especie de sotana roja, de amplias mangas, calzando sandalias; Pierre Loti, que vestía trajes orientales, escribiendo en un despacho decorado a la turca, y el poeta inglés John Milton, que escribía envuelto en una vieja capa de lana. Otros eran incapaces de estarse quietos: por ejemplo, Chateaubriand, que dictaba a su secretario paseándose con los pies descalzos por su habitación; Victor Hugo, que meditaba sus frases o sus versos en voz alta paseando por la habitación hasta que los veía completos, pasando entonces a escribir con toda rapidez, y Jean-Jacques Rousseau, que prefería trabajar en pleno campo y, a ser posible, al sol y, si el ruido ambiente le molestaba, se taponaba los oídos con tapones de guata. A otros les preocupaba más el dónde que el cómo; por ejemplo, Montaigne, que escribía encerrado en una torre abandonada. Los había verdaderamente maniáticos, como el poeta alemán Schiller, que sólo podía escribir si tenía los pies metidos en un barreño de agua helada; Lord Byron, que excitaba su inspiración mediante el aroma de las trufas, de las que procuraba llevar siempre algunas en sus bolsillos; o Gustave Flaubert, que era incapaz de escribir ni una sola línea sin antes hberse fumado una pipa. El ya mencionado Victor Hugo, por su parte, no demasiado confiado en su propia voluntad, tenía por costumbre entregar sus ropas a su criado, con la orden de que no se las devolviese hasta que transcurriese un plazo predeterminado, aunque él se las pidiese encarecidamente. De esta forma, se obligaba a escribir sin posibilidad alguna de evadirse. Honoré de Balzac se solía acostar a las seis de la tarde, siendo despertado por una criada justo a medianoche; inmediatamente se vestía con ropas de monje (una túnica blanca de cachemira) y se ponía a escribir ininterrumpidamente de doce a dieciocho horas seguidas, siempre a mano su cafetera de porcelana. Durante todo ese tiempo no paraba de consumir taza tras taza, lo que, en su opinión, no sólo le mantenía despierto y despejado, sino que le inspiraba a escribir. A ese ritmo diario, Balzac consiguió terminar más de cien novelas y narraciones cortas.

(De El libro de los hechos insólitos, de Gregorio Doval).

2 comentarios:

JML dijo...

Comparto con Chautebriand la descalcez creativa, pero siempre echo de menos un secretario o secretaria a la que dictar mientras miro por la ventana.

Añado su blog a mi lector RSS. Un saludo.

sfer dijo...

Gracias por la recomendación, Tzaviere. La verdad es que desde que me muevo por el universo de los blogs he encontrado varias referencias a este sitio, pero todavía no he tenido tiempo de echarle una ojeada. Lo apunto entre mis tareas pendientes.

Bienvenido, escritor, a mi humilde morada :-)