Son mágicos los instantes en que un niño se entera de que puede leer las palabras impresas.
Durante un tiempo, Francie sólo sabía pronunciar las letras una a una, para luego juntar los sonidos y formar una palabra. Pero un día, mientras hojeaba un libro, la palabra "ratón" le apareció entera y de inmediato adquirió sentido. Miró la palabra y la imagen de un ratón gris se estampó en su cabeza. Siguió leyendo y cuando entrevió la palabra "caballo", oyó los golpes de sus cascos en el suelo y vio el sol resplandecer en sus crines. La palabra "corriendo" la golpeó de repente, y ella empezó a jadear, como si de verdad hubiese estado corriendo. La barrera entre el sonido de cada letra y el sentido de una palabra entera se había caído. Ahora, con un simple vistazo, la palabra impresa le revelaba su sentido. Leyó rápidamente unas páginas y estuvo a punto de desmayarse por la emoción. Quería gritarlo al mundo entero: ¡sabía leer! ¡Sabía leer!
A partir de entonces el mundo se hizo suyo a través de la lectura. Nunca más se sentiría sola, nunca más añoraría la compañía de un amigo querido. Los libros se volvieron sus únicos aliados. Había uno para cada momento: los de poesía eran compañeros tranquilos, los de aventura eran bienvenidos cuando se aburría, y las biografías cuando deseaba conocer a alguien. Ya adolescente, llegarían las historias de amor. La tarde que descubrió que podía leer, se prometió leer un libro al día durante el resto de su vida.
***
Otro fragmento de Un árbol crece en Brooklyn, de Betty Smith.
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01 septiembre 2010
30 agosto 2010
Odiaba a los niños
La bibliotecaria en la que espero NO convertirme JAMÁS:
- ¿Podría usted recomendarme un libro adecuado para una niña?
- ¿De qué edad?
- De once años.
Todas las semanas Francie hacía la misma solicitud y cada vez la señorita formulaba esa misma pregunta. Un nombre escrito en una tarjeta no significaba nada para ella, y como nunca había mirado la cara de la chiquilla, no conocía a la pequeña que solicitaba un libro al día y dos el sábado. Cómo le habría gustado a Francie una sonrisa, un comentario amistoso. ¡La habrían hecho tan feliz! Pero la bibliotecaria tenía otras preocupaciones, y además odiaba a los niños.
Francie tembló de curiosidad mientras la mujer estiraba el brazo debajo del escritorio. Fue leyendo el título a medida que el libro aparecía lentamente: Si yo fuera rey, de McCarthy. ¡Maravilloso! La semana anterior le había tocado Beverly de Graustark, y el mismo dos semanas atrás. El libro de McCarthy se lo había llevado sólo dos veces. La bibliotecaria recomendaba siempre esos dos libros; quizá eran los únicos que conocía, o figuraban en alguna lista de libros recomendables, o bien los consideraba apropiados para una niña de once años.
***
Fragmento de Un árbol crece en Brooklyn, de Betty Smith.
- ¿Podría usted recomendarme un libro adecuado para una niña?
- ¿De qué edad?
- De once años.
Todas las semanas Francie hacía la misma solicitud y cada vez la señorita formulaba esa misma pregunta. Un nombre escrito en una tarjeta no significaba nada para ella, y como nunca había mirado la cara de la chiquilla, no conocía a la pequeña que solicitaba un libro al día y dos el sábado. Cómo le habría gustado a Francie una sonrisa, un comentario amistoso. ¡La habrían hecho tan feliz! Pero la bibliotecaria tenía otras preocupaciones, y además odiaba a los niños.
Francie tembló de curiosidad mientras la mujer estiraba el brazo debajo del escritorio. Fue leyendo el título a medida que el libro aparecía lentamente: Si yo fuera rey, de McCarthy. ¡Maravilloso! La semana anterior le había tocado Beverly de Graustark, y el mismo dos semanas atrás. El libro de McCarthy se lo había llevado sólo dos veces. La bibliotecaria recomendaba siempre esos dos libros; quizá eran los únicos que conocía, o figuraban en alguna lista de libros recomendables, o bien los consideraba apropiados para una niña de once años.
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Fragmento de Un árbol crece en Brooklyn, de Betty Smith.
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