30 marzo 2007

Infiltrados

EL TOPO

Un escritor malo recibió de su organización colegial la orden de infiltrarse entre los escritores buenos para estudiar sus hábitos, sus formas de vida, sus contactos. El escritor malo sedujo a una novelista de prestigio que le abrió su casa y bajo cuyo techo escribió, para disimular, novelas buenas que fueron muy jaleadas por la crítica. Y aunque hay escritores buenos que a veces, sin querer, publican libros malos, él, para evitar sospechas, sólo entregaba al editor productos de primera calidad, con mucho monólogo interior y abundancia de oraciones subordinadas. Cada quince días enviaba a los suyos un informe en el que relataba el modo en que los escritores buenos se relacionaban con las editoriales, con el mundo académico, con los periódicos, y en el que daba cuenta también de las marcas de sus colonias, jabones o desodorantes.

Pero hete aquí que la escritora buena, lo sorprendió en cierta ocasión, sin que él se diera cuenta, escribiendo a hurtadillas (qué rayos querrá decir a hurtadillas) una novela mala. Tras esperar a que saliera de casa, revisó el disco duro de su ordenador, descubriendo que practicaba en secreto una literatura previsible, costumbrista, plana, sin ambición formal, etc. Descubrió también los informes que enviaba periódicamente al otro lado, revelando los secretos más íntimos de sus colegas. Dividida entre la fidelidad al amor y a la literatura buena, optó finalmente por ésta denunciando a su amante ante el Comité Nacional de Escritores Buenos, cuyas autoridades procedieron a su detención, aunque le perdonaron la vida a cambio de que en el futuro actuara de topo entre los escritores malos para descubrir sus fórmulas, sus trucos, su cocina.

Convertido de forma involuntaria en un agente doble, pasó el resto de su vida haciendo, desde los dos lados, informes que compatibilizaba con la creación de novelas buenas para los que creían que era un escritor bueno y novelas malas para quienes creían que era un escritor malo. Lo curioso es que no alcanzó la gloria por su obra buena, tampoco por su obra mala, sino por aquellos informes que había escrito sin otra voluntad que la de engañar a unos y a otros al objeto de salvar el pellejo. Todo es imprevisible.

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Juan José Millas, hoy, en El País (concretamente,
aquí).
La imagen es de Nick Winchester.

29 marzo 2007

Novedades (marzo 2007)

Incluso en los meses en los que parece que el lote de novedades que nos traen no viene cargadito de cosas interesantes, siempre encuentro algo que me llame la atención.

- ¡Por fin,
Ice Haven de Daniel Clowes! No hago más que topármelo en todas las listas de "lo mejor del 2006", incluída nominación para el próximo salón del cómic.
- Metralla, de Rutu Modann (otra de las nominadas).
- Cuentos pulga, de
Riki Blanco, del que precisamente hace unos días leí la reseña en El Cultural (a la que no puedo enlazar, porque hay que suscribirse, así que les dejo la información de la editorial).
- La telaraña de Carlota, de E. B. White, un clásico estadounidense de la literatura infantil que se ha reeditado porque la
versión cinematográfica está a la vuelta de la esquina (si no me equivoco se estrena en abril).
- Ansias carnívoras de la nada, del gurú Jodorowsky, a la espera de que sea tan sorprendente como
Albina.
- Y, por qué no,
Nocilla Dream... si está por todas partes, por algo será, ¿no creen?

27 marzo 2007

Sólo apto para bibliófilos

No sé gran cosa sobre Walter Moers. Que nació en Alemania en 1957 y que su otra obra de éxito, publicada también en España se titula “Las 13 vidas y media del Capitán Osoazul” (publicado en varias ediciones por Maeva) y es un relato de aventuras y humor que a pesar de que a simple vista atraiga a los lectores más jóvenes, está demostrado que también engancha a los adultos (enhac se leyó la primera parte, “Mi vida de pirata enano”, y se enamoró perdidamente de la serie; así que no lo he vivido en mis propias carnes, pero dada la tendencia de enhac a leerme en voz alta los fragmentos que más le gustan de sus lecturas, casi).

Y a pesar de no saber gran cosa sobre Walter Moers, despues de haber leído "La ciudad de los libros soñadores" puedo asegurarles algo: será un escritor bueno, mediocre o malo (habrá opiniones para todos los gustos), pero estén seguros de que es un gran lector y un bibliófilo todavía mayor, y con este libro nos ha regalado a los que amamos los libros tanto como él una historia de fantasía y aventuras, un viaje iniciático, que no sería destacable si no fuera porque ha volcado toda su imaginación (que no es poca) en crear personajes, escenarios y situaciones plagadas de guiños y de referencias al mundo de los libros y de todo lo que los rodea: autores, lectores, editores, agentes, libreros, críticos, historiadores de la literatura; librerías, bibliotecas, estanterías, almacenes; tinta, papel, cuero, cola... una mezcla explosiva de seres imaginarios, pero con una base muy real. Marcados, por así decirlo, por la letra impresa.

Dice en una de las solapas de la sobrecubierta que “Esta novela se dirige a los amantes de la lectura de cualquier edad”. A pesar de que a primera vista parezca una novela dirigida al público juvenil (tiene mucho de novela de fantasía), no la recomendaría a jóvenes en busca simplemente de una novela de aventuras, a no ser que realmente demuestren una inclinación un tanto “friki” (como una servidora; quien esté libre de culpa que tire la primera piedra) al mundo de los libros y la literatura.

¡Déjenme que les cuente!


La historia es relativamente sencilla. Autor, narrador y protagonista se nos presentan como la misma persona, Hildegunst von Mythenmetz. Walter Moers se atribuye el papel de traductor, y de hecho acompaña el texto con notas a pie de página para explicar algunos de los conceptos del texto. Hildegunst es un dragón originario de una de las regiones de Zamonia - reino inventado por Moers, donde también ambientó la saga del Capitán Osoazul - y será quien nos guiará a través de las más de cuatrocientas páginas que durará su viaje, iniciado a la muerte de su padrino literario, Danzarote Tornasílabas. Moers nos explica así cuál es la función del padrino literario: “enseña a su pupilo a leer y escribir, lo introduce en la literatura zamónica, le recomienda lecturas y le enseña el oficio de escritor. Le oye recitar poemas y le enriquece el vocabulario... y así sucesivamente, todas las medidas útiles para el desarrollo artístico de su ahijado.” (p. 12)

En su lecho de muerte, Danzarote entrega a Hildegunst el manuscrito de un autor desconocido e insta a su ahijado a leerlo y a intentar emularlo, porque ese texto es lo mejor que ha leído jamás. Nosotros no llegaremos a leer ese manuscrito, pero varios personajes nos demuestran que es sublime, de una calidad literaria como muy pocos han leído jamás. Tal y como le dice Danzarote, es tan perfecto que quita a cualquiera las ganas de escribir: uno solo quiere pasarse el resto de sus días leyéndolo. Algo parecido le ocurre a Hildegunst, pero siente además la necesidad de encontrar al autor de tal maravilla. Y para ello se dirige a Bibliópolis, el lugar que da título al libro, pues también se la conoce como la ciudad de los libros soñadores:

“Bibliópolis contaba con más de cinco mil librerías de viejo oficialmente registradas y, más o menos, mil tiendas de libros en las que, además de libros, se ofrecían bebidas alcohólicas, tabaco, y hierbas y esencias embriagadoras cuyo consumo, supuestamente, aumentaba la alegría de leer y la concentración. Había un número difícil de estimar de vendedores ambulantes, que en estanterías rodantes, carritos de mano, bolsos en bandolera y carretillas ofrecían obras impresas en todas las formas imaginables. En Bibliópolis había más de seiscientas editoriales, cincuenta y cinco imprentas, una docena de fábricas de papel y un número continuamente en aumento de talleres que se ocupaban de producir tipos de imprenta de plomo y tinta de imprimir. Había tiendas que ofrecían miles de puntos de lectura y ex libris, canteros especializados en soportes para libros, carpinterías y negocios de muebles llenos de atriles y estanterías. Había ópticos, que hacían gafas de leer y lupas, y en cada esquina un café, casi siempre con una chimenea encendida y lecturas literarias las veinticuatro horas del día.” (pp. 30-31)

“Y allí estaban, los libros soñadores. Así llamaban en aquella ciudad las existencias de las librerías de viejo, porque, desde el punto de vista de los comerciantes, aquellos libros no estaban ya exactamente vivos ni tampoco exactamente muertos, sino que se encontraban en un estado intermedio, semejante al sueño. Habían dejado atrás su existencia real, tenían delante su descomposición, y por eso dormitaban, a millones y millones de millones, en todas las estanterías y cajas, en los sótanos y catacumbas de Bibliópolis.” (pp. 32-33)

En esta ciudad, después de la introducción de la trama del manuscrito, tiene lugar la primera parte de la novela, titulada “El legado de Danzarote”. Hildegunst va en busca del autor de ese manuscrito, pero es sobre todo un turista en una ciudad que vive por/para/de/sobre (y casi cualquier otra preposición) los libros y la literatura, y se dedica a explicarnos sus descubrimientos en Bibliópolis. La acción deja paso a la descripción de lugares como el Callejón Venenoso, “la mal afamada calle de los críticos a sueldo” donde trabajan “críticos literarios autodesignados que, por un precio, escribían críticas aniquiladoras” (p. 85) o el Cementerio de los Poetas Olvidados, donde los poetas fracasados de Zamonia viven en fosas y se dedican a escribir poesías para los turistas, a cambio de unas monedas. También aparecen una serie de secundarios que tienen su importancia en el rumbo que toman las aventuras de Hildegunst: especialmente, un par de libreros y un agente literario, al que Moers le hace decir lo siguiente: “En mi profesión no importa saber qué literatura es buena o mala. La literatura realmente buena rara vez se aprecia en su época. Los mejores escritores mueren pobres. Y los malos ganan dinero. Siempre ha sido así. ¿Qué me importa, como agente, un genio literario que sólo será descubierto el próximo siglo? Estaré muerto yo también. Lo que necesito son nulidades con éxito.” (p. 76). Tuve que resistirme mucho para no adelantarles ese fragmento cuando lo leí, hace un par de semanas, y reservármelo para esta entrada. Realmente el personaje de Arco de Arpa no tiene desperdicio, como tampoco lo tiene Phistomefel Smeik al que dejo que descubran por ustedes mismos.

La segunda parte de la novela es también la más extensa y se titula “Las Catacumbas de Bibliópolis”. Si en la primera parte el autor se deleitaba en la descripción de la ciudad, ahora se deleita en lo que hay por debajo de la ciudad: un inmenso laberinto que hace las veces de almacén de todos los libros que no caben en la superficie. Hasta allí llega Hildegunst – el cómo no lo vamos a desvelar – y allí deberá sobrevivir a los peligros que acechan en los túneles, galerías, grutas, cuevas, depósitos y, para abreviar, a la vuelta de cualquier estante. La imaginación del autor vuelve a desbordarse creando todo tipo de peligros para el protagonista: desde los cazadores de libros (aguerridos personajes que se atreven a descender voluntariamente a las catacumbas en busca de los libros más valiosos), hasta...


[¿Dónde está el punto intermedio entre decir lo suficiente como para despertar las ganas de leer un libro, pero no tanto como para haberlo estropear la intriga de saber qué sucede?]

A lo que sí que no me resisto es a dejarles también un fragmento de esta segunda parte y a hablarles de los librillos. Hildegunst no solo encuentra peligros en las catacumbas. También se topa con seres amables que le ayudarán a sobrevivir. Los librillos forman parte de este segundo grupo: personajillos con un solo ojo que dedican su vida por completo a la lectura. Tanto es así, que cada uno lleva el nombre de un autor famoso, del que ha memorizado toda su obra. Para que Hildegunst aprenda los nombres de cada uno de los librillos, realizan un “ritual” en el que cada librillo recita un fragmento de la obra del autor que les da nombre, y nuestro protagonista tiene que adivinarlo. De este modo, Hildegunst llega a conocer a Perla La Gadeon, Orca de Wils o Balono de Zácher, de los que habla en el siguiente fragmento:

Perla La Gadeon, por ejemplo, resultó ser un contemporáneo sociable, aunque esporádicamente melancólico, que me enseñó toda clase de cosas sobre la artesanía poética y todavía más sobre la construcción de breves y espeluznantes historias de terror. Balono de Zácher tenía ese largo aliento épico que hace falta para escribir gruesas novelas, y el gran corazón sin el cual no se resisten las cantidades de café necesarias. Me enseñó la técnica intelectual con la que se tienen en la cabeza los personajes y los hilos argumentales de una docena de novelas sin volverse loco.
Orca de Wils era un ingenioso conversador, en cuya presencia uno se sentía siempre entretenido al más alto nivel. Era sencillamente incapaz de decir nada casual ni trivial, y cada una de sus frases era un pulido aforismo o una observación ingeniosa. Apenas me atrevía a abrir la boca cuando conversaba con él, porque todo lo que yo tenía que decir me parecía en su presencia estúpido y aburrido.” (p. 264)

Ahora me permito decirles que una de las advertencias que se nos hacen antes de empezar la lectura de esta novela, es que “Algunos personajes de este libro llevan, en anagrama, nombres de escritores también famosos fuera de Zamonia.” ¿Sabrían identificar a los tres autores del texto anterior? Como verán, coinciden en algo más que en las letras que componen sus nombres :-)

Hildegunst vivirá aventura tras aventura, y sobresalto tras sobresalto en las catacumbas de Bibliópolis. Y como en toda buena historia, iremos recogiendo las miguitas que el autor nos ha ido dejando hasta llegar al final. Aunque, parafraseando a Danzarote (p. 21) lo que importa no es como empieza una historia ni como termina, sino lo que pasa en medio. Y, créanme, lo que hay en medio de esta historia bien vale las horas que uno invierte en leerla.

26 marzo 2007

Narrativas #5

Ya está disponible en sus navegadores el quinto número de la revista Narrativas, que pueden descargar directamente en pdf desde aquí. Hagámonos (en primera persona del plural, como debe ser) un poco de publicidad, diciendo que Magda y Carlos han tenido a bien publicar en este número un pequeño escrito de una servidora sobre la tetralogía que Henning Mankell inició con El perro que corría hacia una estrella. Una de mis muchas obsesiones, la que siento por estos cuatro libros... y que quise compartir con los compañeros de Narrativas y ahora, por supuesto, con todos ustedes :-)

23 marzo 2007

Henriette y su abuela

Hagan click en la imagen para verla más grande y poder leer la píldora de sabiduría de la abuela de Henriette, obra de Dupuy-Berberian. Con ella les dejo hasta el lunes.

22 marzo 2007

Casi un manifiesto


A veces pienso que somos los únicos que sacamos algo realmente de la literatura [...]. A todos los demás, los libros les dan sólo trabajo. Tienen que escribirlos. Corregirlos. Editarlos. Imprimirlos. Venderlos. Malvenderlos. Estudiarlos. Criticarlos. Trabajo, trabajo, trabajo... En cambio nosotros sólo tenemos que leerlos. Absorberlos. Disfrutarlos. Tragarnos un libro... lo podemos hacer realmente. E incluso nos llena. No me cambiaría por ningún escritor.

[De La ciudad de los libros soñadores, de Walter Moers. Las ilustraciones que salpican la novela - de las cuales aquí tienen solo una muestra - también son suyas.]

(No he podido esperarme a la semana que viene, cuando lo habré terminado y les dejaré aquí más detalles. Si no pueden esperar, pásense por aquí.)

21 marzo 2007

Fabricando calesas

"Sin embargo, ciertos libreros, ciertos mediadores, ciertos formadores de opinión, han desistido de ejercer con nobleza su profesión y la usurpan. Esa decadencia no sólo es patética por radicar en el afán de lucro, en la ignorancia, sino también destructiva. Si fueran ellos los que perecieran, daría pena. Pero resulta odioso, porque en su descenso arrastran a muchos otros. O quienes trabajamos en el mundo editorial actuamos con insistencia para formar lectores perdurables, lo que supone no vivir obsesionado por la línea de resultados ni por la alta rotación ni por el éxito instantáneo, o este oficio pasará, si es que no pasó, a ocupar el mismo sitial que el de fabricante de calesas."

Lo dice Alejandro García, editor de Libros del Zorro Rojo, en el número 200 de la revista CLIJ.

Como solían rezar los exámenes de mi época en la universidad, "compare and contrast" con el manifiesto por la LIJ que se firmó a finales del año pasado (aquí una versión en castellano; aquí la versión en catalán, con un formulario para adherirse).

20 marzo 2007

Recomendaciones

No hay mejor manera de empezar semana (por muy martes que sea) que explorando alguno de estos tres interesantes proyectos que han empezado sus camino hace relativamente poco, y a los que quiero felicitar.

Primero está
literaturame, una web donde compartir noticias y recursos sobre lengua y literatura y poder valorar las más interesantes. Pásense antes por JorgeLetralia, que ha publicado una nota explicativa que les ayudará a orientarse por este portal al que habrá que seguirle los pasos muy de cerca.

Si se han quedado con ganas de más, les recomiendo un blog que, a pesar de ser de reciente creación (no llega todavía a los tres meses de vida) ya se ha convertido para mí en un imprescindible. Se trata de Bloc de Lletres (en catalán), realizado por los profesionales de la Biblioteca de Letras de la Universidad de Barcelona. Reseñas de novedades, noticias sobre actividades que tienen lugar en la facultad, recursos de Internet... Aunque pueda parecer que solo es de interés para los que vivimos en Barcelona, les recomiendo que lo visiten de vez en cuando. Me apuesto lo que quieran a descubrirán rincones interesantes. Éste, por ejemplo, me alegró el día.


Y por si se cansan de leer en pantalla, una nueva revista sobre libros, lectura y escritura. Yo todavía no he tenido el primer número de
Trama y Texturas entre mis manos, pero dudo que tarde mucho en caer en la tentación, sobre todo si siguen tratando temas tan interesantes como los del primer número...

Ay... ¿no sabrán ustedes de algún pacto con el diablo para alargar los días, verdad? Me faltan horas...

16 marzo 2007

Cabaña de libros (o de lectura)


Romero Librero vive allí. Es un anciano con la espalda encorvada. Se dice que es la persona que más libros ha leído en el mundo.

- Al principio yo vivía en una casa como todo el mundo – me contó una vez en tono algo burlón –, pero perdía demasiado tiempo yendo a la biblioteca o a la librería a buscar mis lecturas. Un buen día, decidí pasar página y vivir rodeado de mis libros. Yo era todavía muy joven y mi cabaña no tenía techo. Era muy desagradable. Las cubiertas de los libros se curvaban, las páginas se borraban, las palabras desaparecían. Pero, con los años, mis obras se han ido acumulando y mi cabaña se ha ampliado: ahora mismo tiene varios pisos y setenta y siete habitaciones. ¿Cuál prefiero yo? Aquélla en la que leo versos durante los días de invierno, a la luz de una vela: cuartetos por la mañana, octosílabos los lunes y alejandrinos por San Soneto.

De Semillas de Cabañas (Philippe Lechermeier / Éric Puybaret). Editorial Edelvives.

15 marzo 2007

La incertidumbre de las novedades


(Detalle de la portada de Esta historia en la edición de Anagrama)

Hablando de nuevos libros de nuestros autores favoritos, no he podido resistir la tentación de comprar la nueva novela de Baricco, titulada "Esta historia", (aquí pueden leer la reseña de El Cultural) aunque todavía no la he leído (no voy a dejar la obra de von Mythenmetz - de la que prometo hablar largo y tendido en cuanto la termine - a medias... ¡jamás!).

Y es que tengo que reconocer que las nuevas novelas de mis autores favoritos me crean una especie de... angustia vital. Incertidumbres. ¿Debo - como me pide el cuerpo y como hace tanta gente; solo hay que ver el éxito del nuevo Auster, y eso que creo que no es lo que muchos esperaban - lanzarme a leerlas como si me fuera la vida en ello? ¿O debo, acaso, reservarlas para el hipotético momento en el que ellos ya no estén - y no puedan, por lo tanto, proporcionarme novedades - pero yo todavía siga aquí?

Pienso que, si hago lo primero (leerlas nada más caen en mis manos), siempre me quedará el placer en la - hipotética - vejez de releer las que más me hayan gustado. Pero otra vez, no sé qué produce más placer, si reencontrarse con historias y personajes conocidos, o la sorpresa del primer encuentro, del descubrimiento...

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PS: Por dudar, dudo incluso de si no había volcado aquí con anterioridad mis incertidumbres con respecto a este tema... Si es así, perdonen el despiste. Prometería que no volverá a suceder, pero...

13 marzo 2007

¿Qué haríais?

¿Qué haríais vosotros si os encontraráis con una copia del manuscrito de una novela todavía no publicada de uno de vuestros autores favoritos en un banco del metro?

[Lee la noticia - en inglés. En resumen: una trabajadora de Penguin, la editorial, se olvidó una copia de la nueva novela de Jeanette Winterson - o parte de ella, no queda claro - que aparecerá en septiembre en la estación Balham del metro londinense. Se la encontró Martha Osher, que tiene a Winterson como una de sus autoras preferidas...]

[Vía About: Contemporary Literature]

12 marzo 2007

43

l. Por obediencia. Nos mandaban leer en el colegio. Recuerdo que había que leer en voz alta un cuen­to con una princesa Hamaranbada­hada y me quedaba enganchado. Insistí en casa. Ahora no puedo sa­carme el nombre. 2. Por afán de imitación. Para ser como mis padres. 3. Para dar ejemplo a mis hijos. 4. Para recuperar a mi padre. Murió cuando yo era niño y dejó to­dos aquellos libros en la biblioteca. ¿Leyéndolos conseguiría averiguar algo de cómo era? 5. Para encontrarme a mí mismo. 6. Para encontrarme con los demás. 7. Para huir de los demás. 8. Por distraerme. El tiempo pasaba entonces muy despacio y no había esa gran oferta de máquinas con botones. 9. Por en­vidia. Escuchaba a alguien que utilizaba una palabra que yo no había oído e instantáneamente la quería para mí. Me pre­guntaba: ¿cómo sabrá eso? ¿será porque lee? 10. Por diver­sión. Tal vez mis aventuras favoritas fueran las de Mortadela y Filemón, pero hoy recuerdo con más cariño los extraordi­narios relatos de Tío V ázquez. 11. Por curiosidad. Ella le lla­mó promiscuo. Y él salió corriendo a mirar el diccionario. 12. Por afán de notoriedad. Cuando me preguntan «¿Has leído to­dos esos libros?» respondo «Algunos no». 13. Por afán de in­visibilidad. El avestruz esconde la cabeza en un hoyo y cree que no lo ven; el lector esconde la cabeza en un libro y de igual forma desaparece. 14. Para sentirme un explorador. De lo que hablan los libros del Marqués de Sade (una de cada cincuenta páginas) o Pierre Louys no es fácil tener noticia a través de testimonios directos. 15. Porque soy demasiado co­barde para vivir una vida de peligros. 16. Para encontrar una buena frase. Por ejemplo ésta de Juan Ramón: «Más vale ar­der una vez que asegurarse 365 contraincendios al año». 17. Por el placer de una historia bien contada. 18. Para dar a la cabeza mejores cosas que soñar durante la noche. 19. Para combatir el dolor. Hay quien lee oraciones o fragmentos de El principito; seguramente con idéntico fin -consolarse- es­cribió Saint-Exupéry su libro. 20. Para aprender a escribir. ¿Cómo han dicho otros aquello que yo quiero decir? 21. Pa­ra no tener que escribir. Si descubro que otros ya lo han dicho bien, ¿para qué repetirlo? 22. Para informarme y averiguar qué cosa es esa pelota postal descascarillable de la que todo el mundo habla. 23. Para aprender a mentir y regalar al mun­do las mentiras mejores. 24. Para conocer la verdad. Con la esperanza además de que exista una última verdad tranquilizadora. 25. Porque nunca digo que no a nada. 26. Porque na­die me obliga a hacerla. 27. Por nada en especial, porque no parece una actividad seria. 28. Porque me han dicho que lo que vale la pena es releer, y ya me voy preparando. 29. Por­que es imposible no leer un libro titulado Veinte poemas pa­ra ser leídos en el tranvía (Oliverio Girondo). 30. Por inercia. Aprendiste a leer, leíste y leerás. También las pancartas en las manifestaciones y los mensajes que la gente adhiere a los troncos de los árboles. 31. Por ignorancia. Pensaste que leer te iba a hacer más listo o que te ayudaría a hacer amigos. 32. Para combatir la ignorancia. 33. Para viajar en el tiempo. 34. Porque es una pena no aprovechar tantos libros, con lo que ha costado hacerlos, ¡con lo que ocupan! 35. Porque tal vez en los libros se encuentre lo que busco. 36. Porque aunque en ningún lugar se encuentra lo que busco, y menos en un li­bro, al menos leer no cansa como cansan otras cosas. 37. ¿Por qué no? 38. Por estética. Porque el que lee compone una fi­gura tan bonita como la del pescador de caña. 39. Para saber­lo todo. 40. Para olvidarme de todo. 41. Para volverme vir­tuoso. 42. Por vicio. Es una manía que adquirí y no he podido corregir. 43. Por razones que no recuerdo.

Vicente Ferrer, editor de Media Vaca, responde a la pregunta “¿Por qué leer?” en el número 200 de la revista CLIJ.

09 marzo 2007

El mar, los libros (y V)




Y para acabar, mis favoritos. Los tres son de Vincenzo Piazza (Italia).
Volvemos el lunes, con otras cosas. Buen fin de semana :-)

08 marzo 2007

El mar, los libros (IV)

F. Pickford Marriott. Suráfrica. Pluma. 1903.

Christian Blaesberg. Dinamarca. Pluma. 1982.

Autor no identificado. Gran Bretaña. Punzón.

07 marzo 2007

El mar, los libros (III)

Natalija Cernestova. Letonia. Aguafuerte y aguatinta. 2000.

Armando Baldinelli. Italia. Xilografía. 1925.

Otto Verhagen. Países Bajos. Pluma. 1933.

06 marzo 2007

El mar, los libros (II)

Lluc Riba Martí. España. Pluma, 1927

Joan Castells Martí. España. Xilografía

Lluís Garcia Falgàs. España. Pluma

05 marzo 2007

El mar, los libros (I)


¿Quién no ha sentido alguna vez pesar por un libro prestado que jamás le fue devuelto? ¿Quién no ha sabido de la dispersión de una biblioteca, recopilada con amor por su propietario y después, por indiferencia, por destino, por falta de espacio o de dinero, esparcida como semillas al viento sobre las paradas de los libreros?

La relación que ata el libro a su propietario está hecha de muchos y diferentes sentimientos, de elecciones, el significado de las cuales puede escaparse a los demás: interés por el contenido, admiración por el aspecto exterior, una bonita encuadernación, o el recuerdo de un regalo, de una amistad, de un momento feliz: es una relación frágil y delicada, un hilo que en cualquier momento puede romperse.


Ya lo sabía aquel fraile que, entrando en el convento, a pesar de haber hecho voto de pobreza, no podía separarse de un libro, quizás pacientemente copiado por él mismo, porque todavía no existía la imprenta, y anotaba en la primera página: “Este libro me pertenece a mí, fraile Bernardo, ¡y desdichado quién lo toque!”. Otros, menos cristianamente, escribían: “que la peste le alcance”.

Más elegantemente, los nobles hacían miniaturizar el escudo sobre la primera hoja de sus manuscritos y los más ricos hacían imprimir su nombre, motivo o emblema sobre refinadas encuadernaciones de cuero. El mensaje siempre es el mismo: “Este libro es mío”.


Este lazo con los libros, esta necesidad de personalizarlos con una señal de propiedad, que se manifiesta desde la Edad Media y que se explica también por la dificultad de procurarse la copia de una obra producida muy lentamente por los copistas en los “scriptoria” y por el desembolso de notables sumas, no disminuyó sino que aumentó con la invención de la imprenta.


El aumento de la producción y de la circulación de los libros alimentó la sed de saber y de posesión de las obras hasta entonces desconocidas o que ya no se encontraban. Las bibliotecas privadas crecieron, comenzó la búsqueda de primeras ediciones o de rarezas. Los motivos para señalar la propiedad de un volumen aumentan: vanidad o precaución contra eventuales pérdidas.


No hay suficiente con el nombre del propietario escrito a mano. De la misma manera que se hace con los libros, se reproducen mecánicamente unas piezas de chapa para aplicar en el reverso de la cubierta.


Folletos con líneas esenciales grabadas en la madera: la misma técnica de xilografía que acompañó los primeros intentos de producción mecánica del libro y que por muchos años se utilizará para embellecer con figuras y ornamentos los volúmenes salidos de las primeras prensas de la tipografía.


No es extraño que los más antiguos de estos folletos nos lleguen de Alemania, contemporáneos de los primeros libros impresos y, si los libros pronto recorren a las ilustraciones para atraer más al lector, ¿por qué el bibliófilo no debería embellecer su sello demostrando su gusto y su importancia?


Así, los humildes pequeños carteles cobran importancia, alzan la cabeza y se ponen las armas y el yelmo, se convierten en pequeñas obras de arte, comisionadas a veces a pintores ilustres como Dürer, Holbein, Cranach. Dürer, además de sus iniciales, escribe también por primera vez la fecha: 1516.


La antigua frase “Este libro pertenece a...” se sustituye por un sintético latín “ex-libris”. Suficiente para decir que este libro me pertenece, proviene de mi – pequeña o grande – biblioteca.


Al sencillo nombre o emblema del propietario se añade un dibujo, un gravado, concebido conjuntamente por el artista y quien hace el encargo: aquello que la fantasía, o el carácter o la profesión pueden sugerir, un pequeño retrato interior.


A finales del siglo XVI, a la xilografía se le añade, y más tarde llega a sustituir, un nuevo método de estampación, la calcografía: con la incisión sobre cobre la técnica se refina, la fantasía se aligera sobre la punta del punzón: el ex-libris ha alzado el vuelo, seguirá la evolución de las artes gráficas y el gusto de las diferentes épocas. Siempre nos hablará del gusto, los valores, el carácter de una persona, sus aspiraciones y sus ambiciones.


Hay más: descubrimos la habilidad del artista que lo ha pensado y realizado, artista muy a menudo desconocido por nosotros, y a veces conocido solo por obras de formato más grande y que ahora nos sorprende con estas imágenes en miniatura de las cuales no lo sabíamos capaz.


Pero nuestro deber de agradecimiento hacia el ex-libris no se acaba aquí. Sabemos cómo es de frágil la unidad de una biblioteca y los esfuerzos que tiene que hacer el propietario para mantenerla unida, para preservarla de los ladrones, de los amigos poco escrupulosos, de los desperfectos causados por el tiempo. La dispersión de volúmenes es inevitable.


Por tanto, se busca una solución, dando o cediendo la colección privada a una biblioteca pública: “...porque yo muero y traspaso, pero tú eres rica y grande y gloriosa y permanecerás eterna”, así se dirigía a la Biblioteca Braidense de Milán el cardenal Durini, bibliófilo y erudito del siglo XVIII, para que acogiera entre sus estantes sus muy amados y valiosos volúmenes.


Pero la experiencia nos dice que esta solución no siempre preserva las colecciones de un destino adverso. A menudo se impone la fragmentación en diferentes secciones, o llegan a la biblioteca los restos de subastas o de otras acciones que han provocado la fragmentación, y la unidad de la colección podrá ser reconstruida solo idealmente.


El ex-libris nos servirá de guía segura y valiosa para una investigación. Con su ayuda podremos recomponer una biblioteca, reconstruir la personalidad de su propietario, descubrir los intereses culturales de una determinada época o de un determinado ambiente.


¿Se acabará la pasión por el papel escrito? ¿Se acabará el deseo de posesión de un libro con la moda de abandonarlo sobre los bancos, para que manos desconocidas lo hojeen? No lo sabemos, pero querríamos que el ex-libris continuase hablándonos de sueños y de deseos confiados al arte y que en el arte encuentran consistencia y realidad.


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Texto de Letizia Vergnano Pecorella, que sirve como introducción a la exposición “El mar, els llibres: Exposició internacional d’ex-libris marítims” que se ha podido ver durante los meses de enero y febrero en el
Museu Marítim de Barcelona. El texto original estaba en catalán. La traducción al castellano es casera. Durante esta semana, podrán ustedes disfrutar de algunas de las imágenes de los ex-libris que se han visto en esta exposición. Bienvenidos a un mundo de tinta y papel.

02 marzo 2007

El bibliobús

(Sfer disfruta del pequeño placer del bibliobús Pere IV)

Está bien el bibliobús. Pasa una vez al mes, y sienta sus reales en la plaza de Correos. Sabemos los días del año en que viene. Aparecen escritos en una tarjetita oscura que os introducen en uno de los libros prestados. El 17 de diciembre, entre 4 y 6 de la tarde, sabemos que el gran camión blanco con las siglas de la Diputación acudirá fiel a la cita. Resulta confortante ese dominio sobre el tiempo. Nada malo puede ocurrirnos, puesto que sabemos ya que dentro de un mes el salón de lectura ambulante volverá a plantar una manchita de luz en la plaza. Sí, es mejor aún en invierno, cuando están desiertas las calles del pueblo. Entonces el bibliobús pasa a ser el único foco de animación. Bueno, tampoco es que se congregue una multitud, como en el mercado. Pero distintas figuras familiares convergen hacia la incómoda escalerita que permite acceder al camión. Sabemos que dentro de seis meses nos encontraremos allí a Michèle y a Jacques (“Qué, ¿llega o no llega esa jubilación?”), a Armelle y a Océane (“Oye, le va que ni pintado el nombre a tu hija, ¡tiene los ojos de un azul!”), a otros que conocemos menos pero a quienes saludamos con una sonrisa cómplice: compartir tan sólo ese rito es todo un compadrazgo.

La puerta del camión es extraña. Hay que deslizarse entre dos paredes transparentes de plástico rígido que protegen el interior de las corrientes de aire. Una vez entreabierta y cruzado ese espacio, nos encontramos de inmediato la moqueta, el silencio mullido, el deambuleo aplicado. La chica y la empleada ya mayor a quienes devolvemos los libros demuestran, por su modo de saludarnos, que nos conocen, pero su amabilidad no llega a ser jovial. Debe reinar una discreta reserva. Incluso si algunos días la exigüidad obliga a desplegar tesoros de ingenio deambulatorio para no resbalar hacia la promiscuidad, cada cual es libre en su silencio, en su elección. Los estantes son de lo más variado. Puede uno pedir hasta doce libros, y lo ideal es decidirse por un surtido heterogéneo. ¿Por qué no ese librito de poemas de Jean-Michel Maulpoix, por ejemplo? “El día se demora bajo un cúmulo de hojas y flores de tilo.” Esa frase basta para que ya nos apetezca. El enorme álbum de Christopher Funch La acuarela en el siglo XIX pesará un poco, pero contiene beldades pelirrojas prerrafaelitas, amaneceres de Turner, y además, ¡qué privilegio arrogarse con total impunidad esos tres voluminosos kilos de lujo mate! Una revista de fotos con niños de Boubat, una cassette de cantatas de Bach, un álbum sobre el Tour de Francia: podemos arramblar con todas esas heteróclitas maravillas, ya colmados, decirnos que vamos a elegir otras tantas, al albur de los estantes. Los críos no paran de acuclillarse ante los tebeos, las novelas ilustradas, de maravillarse a veces: “¡Ha dicho la señora que puedo llevarme uno más!”.

Una vez calmada la sed, la elección es más lenta. En el angosto espacio sube un olor a lana tibia, a gabardina mojada. Pero sobre todo del suelo sube una sensación especial: una suerte de ínfimo cabeceo, de balanceo. Habíamos olvidado el equilibrio de los neumáticos, los fundamentos móviles de ese templo familiar. Ese mareo al calor de los libros encarna la provincia en pleno invierno. Próximo paso del bibliobús: jueves 15 de enero, de 10 a 12, plaza de la Iglesia, de 4 a 6, plaza de Correos.

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[En El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida, de Philippe Delerm. Otros placeres librosféricos que tienen su cabida en este libro son leer en la playa, el periódico del desayuno o una novela de Agatha Christie. Pero esos tendrán que descubrirlos ustedes mismos... Sólo tienen que acercarse a su biblioteca (sea ésta móvil o bien anclada al suelo) más cercana.]

01 marzo 2007

Déjenme que les cuente algo sobre Martín Fierro

De vez en cuando alguna noticia curiosa cae en mi buzón de correo gracias a las alertas de Google. Me entero, por ejemplo, de la existencia de esto. Y me pregunto qué valdrá más la pena, si leer a todos estos o tomar el camino fácil (y más rápido) propuesto por el señor Pierre Bayard.

No, en realidad no me lo pregunto; era solo una estrategia para recuperar una entrada olvidada en las catacumbas del archivo de este blog (me encanta esa viñeta de Clowes)... Además, nada me apetece más, después de haber leído El anillo de Irina, que dejarme llevar por algún novelón ruso.

Y un último apunte: yo SÍ leí el Martín Fierro (en la edición negra negrísima de Cátedra) a lo que tengo dos cosas que decir:
1) A pesar de haberlo leído, seguramente necesitaría leer también el libro de Bayard para poder hablar sobre él.
2) Sinceramente, espero no tener que volver a leerlo nunca más (y pido por adelantado disculpas a todos los admiradores de esta obra, de importancia innegable en la historia de la literatura latinoamericana, que se sientan ofendidos por mi comentario).