Me enviaron a pasar con ella una temporada a los dos años de terminar la guerra, pero en su casa parecía que la guerra aún seguía. Muchas veces tenía cerradas las persianas y las cortinas incluso de día, como si se empeñase en mantener una especie de riguroso “apagón”. Creo que temía más el sol de lo que nunca había temido los bombardeos alemanes. Poseía unas tétricas y valiosas alfombras persas y parecía que le aterrorizaba que algún furtivo rayo de sol descarriado entrara sigilosamente y las destiñese.
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Al principio la veía poco más que como una antigualla deprimente y ceremoniosa, demasiado vieja para ser juzgada con criterios humanos. Era idéntica a aquellas parientes ruinosas, con un pie en la tumba, que aparecían vestidas de luto en las casas de mis amigas de la escuela. En aquel momento, lo único que sabía de esta mujer y del efecto que causaba era que yo ya empezaba a contar los minutos de los meses que me faltaban para poder salir huyendo de su casa.
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Cuando estabas con ella casi te convencía de que había algo cobarde y despreciable en toda evasión emocional, en negarse a sufrir, de cara, todos y cada uno de los golpes que la vida pudiese asestarle a uno. Acababas pensando que había un coraje casi sobrehumano en su forma de reconocer que lo único que esperaba ya de la vida era una consciencia ininterrumpida, por muy desagradable que supiera que iba a ser. Lo único que pedía de cada nuevo día era saber que ella seguía desafiantemente en su sitio; que, contra todo pronóstico, había conseguido sobrevivir en el vacío solitario y sin amor que se había fabricado para sí misma.
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La bisabuela Webster no es el único personaje destacable de La anciana señora Webster, de Caroline Blackwood. También podría haber escogido a la tía Lavinia, a Richards o a los habitantes de Dunmartin Hall. Pero esos tres párrafos, concentrados en las primeras páginas de este libro, sin misericordia, convierten a la mujer que da título a esta novela (parece ser que bastante autobiográfica) en alguien inolvidable.
22 enero 2018
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