Una clase de aquellas a las que se tacha de brujas son mujeres generalmente viejas de ojos turbios, tullidas, pálidas, malolientes y marcadas de arrugas, pobres, hurañas, supersticiosas y papistas; o mujeres que no conocen religión, en cuya razón aletargada ha encontrado el Diablo un buen asiento. Y de este modo, fácilmente son llevadas a creer que cualquier accidente, infortunio, calamidad o muerte acontece por su causa, con lo que se imprime en su razón la firme y constante creencia imaginaria de que esto es así. Son enjutas y contrahechas, y reflejan sus rostros melancolía para horror de cuantos los contemplan. Son chochas, gruñonas, locas, diabólicas y no muy distintas de aquellos a los que se tiene por poseídos de los espíritus. Tan firmes y categóricas en sus opiniones que únicamente quien presta la debida atención a sus palabras se libra de caer en la fácil creencia de que hay en ellas verdad.
[De El descubrimiento de la brujería, de Reginald Scot, 1584; en El libro de las brujas, Katherine Howe (ed), Editorial Alba, traducción de Catalina Martínez Muñoz.]
01 noviembre 2017
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