20 junio 2012

¿Qué haces con un libro?

- ¿Qué es lo que haces en esta habitación? - preguntó.
Era difícil responder a esa pregunta.
- Vengo cuando no puedo soportar las cosas - respondí -. Y me gusta mirar los libros. ¿Hay algo malo en que los mire? ¿En que los mire por dentro?
- No - dijo arropado de una repentina seriedad, tras meditarlo unos instantes -. Dime, ¿qué es lo que ves en ellos?
- Busco las cosas que hago para lograr que se abra la puerta.
Entonces no conocía la palabra "letras".
- Muéstramelo - ordenó.
Hubiera podido trazar las formas en el aire con el dedo, tal como hacía cuando abría la puerta, pero en lugar de ello me levanté y saqué el libro encuadernado en cuero marrón oscuro de la estantería inferior, libro al que yo había apodado Oso. Lo abrí por la primera página en la que había palabras. Creo que ignoraba que fuesen palabras, o puede que no. Señalé las formas que eran idénticas a las que trazaba en el aire para abrir la puerta.
- Ésta, y ésta otra - dije, susurrando.
Había colocado el libro en la mesa con sumo cuidado, como siempre hacía con los libros cuando quería mirarlos por dentro. Él permanecía de pie a mi lado, y me observaba mientras señalaba las letras que era capaz de reconocer, aunque no supiera cómo se llamaban o cómo sonaban.
- ¿Qué son, Memer?
- Escritura.
- ¿Y es la escritura lo que abre la puerta?
- Creo que sí. Aunque para ello tienes que escribir en el aire, en el lugar especial.
- ¿Sabes qué son las palabras?
No comprendía muy bien aquella pregunta. No creo que supiera entonces que las palabras escritas son las mismas que pronunciamos en voz alta, y que la escritura y el habla son formas distintas de hacer la misma cosa. Negué con la cabeza.
- ¿Qué haces con un libro? - preguntó.
No dije nada. No sabía qué responder.
- Lo lees - me aclaró, y en esa ocasión me sonrió al hablar, y el rostro se le iluminó como rara vez lo había visto iluminarse.
Ista siempre me contaba lo feliz, hospitalario y cordial que era el Maestre en los viejos tiempos, lo felices que eran sus invitados en el gran salón y cómo se había divertido con los jueguecitos de Sosta cuando era bebé. Pero mi Maestre era un hombre a quien le habían partido las rodillas a fuerza de golpearlas con barras de hierro y le habían dislocado los brazos, a cuya familia habían asesinado y a cuyo pueblo habían derrotado, un hombre pobre, doblegado y vencido.
- No sé leer - dije. Entonces, al ver que la sonrisa desaparecía a pasos agigantados, que de nuevo regresaba a la sombra, añadí -: ¿Puedo aprender?
Eso le salvó la vida a la sonrisa durante un instante. Luego apartó la mirada.
- Es peligroso, Memer - dijo sin hablarme como si hablar a un niño.
- Porque los aldos lo temen - dije.
Me observó fijamente.
- Así es. Y tienen motivos para hacerlo.
- No es magia demoníaca o negra - dije -. Esas cosas no existen.
No respondió directamente. Me miró a los ojos, no como un hombre de cuarenta años mira a un niño de nueve, sino como el alma que juzga otra alma.
- Si quieres te enseñaré - propuso.

***

Así termina el primer capítulo de Voces, el segundo volumen de la trilogía Anales de la Costa Occidental, de Ursula K. Le Guin.

2 comentarios:

eduideas dijo...

Dan ganas de leer el libro solamente por la cita, me gustan mucho estos extractos que publicas

sfer dijo...

Entonces, objetivo conseguido! :-)